Las montañas que nos rodean apenas han cambiado a lo largo de los últimos siglos, más que por las huellas que el transcurso del año con sus cuatro estaciones va dejando en su manto. La mano del hombre es responsable del aspecto que presentan las zonas de canteras donde las voraces máquinas han engullido gran parte de su belleza. El ser humano ha cambiado ese paisaje, como ha cambiado la forma de ver estos terrenos. Desde los neveros, esos granadinos que subían hasta a Sierra Nevada para abastecer de hielo a la ciudad, a los actuales montañeros que disfrutan de la naturaleza y en ocasiones se enfrentan a ella o a sus propios límites, para coronar cimas que parecen tocar el cielo.
Aunque hubo exploradores que ya lo hicieran a principios y mediados del siglo XX, para la mayor parte de las personas la montaña era como una mansión natural donde no eran bienvenidas más que para trabajar o para esconderse. Descubrir que subir a ella podría ser una forma de deleitarse con sus vistas, su vegetación o sus habitantes, la fauna que acoge, es ahora algo más común gracias también al Derecho a la Educación. Subir a las cimas más altas requiere grandes dosis de perseverancia y voluntad. Parece más complicado, sin embargo, coronar esas montañas imaginarias como las que nos limitan a alcanzar las cimas reales, o aquellas otras que se forman por el miedo, la ira o el egoísmo y nos separan de los demás o de tener una vida plena. También están esas otras cimas conquistadas por “montañeros” del siglo XX, y que aunque parecían imposibles conseguir se llegó a ellas, y ahora sólo hace falta que nos mantengamos firmes para que nuestros hijos y nietos puedan verlas también, como son la educación y sanidad pública.
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